lunes, 4 de abril de 2016

Carlos Fuentealba


La muerte de un trabajador a manos de los pretorianos del poder siempre es una tragedia. 
Siempre. 
No importa si el trabajador es un recolector de residuos, un empleado administrativo o una enfermera.
La muerte de un trabajador a manos del poder siempre es una tragedia.
No es una fatalidad ni un exceso.
Es una tragedia.
Una tragedia que sabemos que va a ocurrir: desconocemos nombres, situaciones, fechas.
Pero sabemos que una y otra vez va a ocurrir.
Por eso no es una fatalidad ni es un accidente.
Es la lógica de un sistema perverso y criminal.
La muerte, el crimen, el asesinato de un maestro/profesor tiene un escozor, una inquietud singular.
Los que ejercemos la docencia tenemos un peso simbólico en el inconciente colectivo muy particular, posiblemente producto de la herencia sarmientina.
No estoy diciendo que somos mejores o mas importantes. Idiotas abstenerse.
Digo que el crimen de un docente por razones político-sociales, por acción del aparato del estado tiene una repercusión (¿o tuvo?) de una amplitud de rango mayor.
Los docentes ocupamos un espacio en la vida de las personas (para bien o para mal) que pocos lo ocupan.
Carlos Fuentealba fue asesinado un 4 de abril porque cometió la irreverencia de buscar condiciones de vida un poco mejores, no para él individualmente sino para todos.
Pelear por otros en tiempos de miradas extasiadas en el propio ombligo parece una quijotada imprescindible.
Un oxímoron que le da sentido al Universo o, al menos, lo deja perplejo.
Es posible que debiésemos parar todos los 4 de abril y no solo éste.
La paradoja es que si todos paramos por cada trabajador asesinado en reclamo del cumplimiento de sus derechos, nunca se trabajaría.
Nunca.
Ese tamaño tiene la masacre.
Carlos Melone




No hay comentarios:

Publicar un comentario